Artículo por: Javier Pérez González
Durante la pandemia, el trabajo remoto dejó de ser un recurso provisional y pasó a formar parte del diseño organizacional. Según Reuters, en EE. UU. representaba menos del 8 % en 2019, después alcanzó el 62 % en mayo de 2020 y hoy se mantiene cerca del 30 %. En México, datos del INEGI muestran un proceso similar: el teletrabajo se duplicó en 2020 y, aunque después disminuyó, no volvió al punto de partida. Lo que comenzó como una medida de emergencia ahora se ha convertido en un escenario más amplio: las llamadas empresas distribuidas, que pueden funcionar sin compartir lugar ni horario.
Estas organizaciones rebasan la digitalización de procesos. Para mantener su ritmo de trabajo y funcionar como un equipo, necesitan una cultura organizacional que les dé coherencia a la distancia. El sentido de pertenencia, junto con la trazabilidad, la autonomía, la claridad de roles y las herramientas adecuadas, forma parte de las nuevas reglas del juego.
¿Qué condiciones hacen viable y fértil a una organización sin reloj ni sede compartidos? La respuesta no está sólo en las herramientas, sino en cómo se integran a distintas dimensiones de la vida laboral: estructuras claras, acuerdos operativos y plataformas que permiten avanzar sin conexión simultánea. Aquí veremos cómo algunas organizaciones están resolviendo el rompecabezas con nuevas formas de coordinarse fuera de los esquemas tradicionales.

Operar sin coincidencia temporal ni espacio compartido exige condiciones técnicas bien definidas. Muchas organizaciones ya funcionan como si cada integrante estuviera en un huso horario distinto, apoyadas en plataformas que sustituyen la coordinación en vivo por trazabilidad continua. Tableros de tareas, documentos colaborativos y espacios asincrónicos permiten avanzar sin supervisión constante, privilegiando la autonomía y la claridad operativa. Para sostener esa dinámica, las estructuras modulares dividen a la organización en unidades autónomas que toman decisiones con independencia, pero se mantienen alineadas mediante reglas compartidas. Así, los equipos operan en red, sin depender todo el tiempo unos de otros.
Precisamente, el término “distribuido” no sólo alude a la ausencia de un espacio físico compartido, sino que implica una forma de organización donde la responsabilidad se reparte y cada equipo asume un rol activo. Si bien, la distancia puede debilitar los vínculos cotidianos, tener claro que el funcionamiento general depende del esfuerzo alineado refuerza el sentido de pertenencia. En estos casos, la falta de interacción directa pierde relevancia cuando se habilitan canales adicionales para compartir interacciones informales, logros o ideas innovadoras. En esquemas distribuidos, los roles se flexibilizan: las personas asumen distintas responsabilidades según el momento, sin depender de cargos fijos ni jerarquías visibles. Las decisiones se toman en equipo, con base en criterios compartidos y procesos abiertos. Para que la autonomía se sostenga se requieren reglas claras, confianza operativa y herramientas que permitan trabajar sin coincidencia de tiempo o lugar. Las organizaciones que han logrado sostener este modelo comparten un mismo rasgo: una arquitectura operativa definida que mantiene el rumbo sin necesidad de estructuras tradicionales de mando.
Automattic, empresa creadora de WordPress.com, es un referente global en esquemas distribuidos. Desde hace casi dos décadas opera sin oficinas físicas, con más de mil
colaboradores en 80 países. Su modelo se basa en plataformas asincrónicas internas como P2 (un sistema de blogs colaborativos) y repositorios de código como GitHub, donde la trazabilidad continua y el intercambio de entregables reemplazan la necesidad de reuniones constantes. No se trabaja por horario fijo, sino por ciclos de retroalimentación y revisión entre pares, valorando el resultado por encima de las horas invertidas. Aunque su estructura no está sujeta a las normativas locales de todos los países donde tiene presencia, ofrece aprendizajes relevantes sobre cómo sostener la autonomía operativa a distancia.

En el sector salud, la holandesa Buurtzorg eliminó los mandos intermedios y reorganizó su atención domiciliaria en más de 700 equipos autónomos. Cada grupo gestiona pacientes, turnos y decisiones clínicas con una estructura central mínima, que apenas representa el 1 % del personal. El resultado se refleja en menores costos y mayor satisfacción profesional y usuaria. La manufacturera francesa FAVI es otro ejemplo llamativo, ya que desde los años 80 opera mediante “mini‑fábricas” autogestionadas de 15 a 35 personas, sin supervisores. Planeación, contrataciones y entregas se deciden dentro del grupo, con información abierta y responsabilidad compartida.
Descentralizar no significa perder control, sino distribuirlo con inteligencia. Lo que estos casos muestran es que la clave no está en conectarse desde cualquier parte, sino en diseñar condiciones que hagan sostenible esa autonomía, no se pueden replicar simplemente con voluntad e imitación. Aunque el modelo parezca simple —una conexión y listo—, muchas personas no tienen acceso a entornos que lo vuelvan viable. En algunas regiones de Latinoamérica, por ejemplo, la infraestructura digital sigue siendo limitada: aunque el acceso a internet ha crecido, persisten brechas importantes en calidad de red, disponibilidad de dispositivos y dentro del entorno doméstico. Por decir algo, no es lo mismo trabajar desde una oficina silenciosa con fibra óptica que desde una vivienda compartida con señal inestable. De modo que, antes de transicionar hacia un modelo distribuido, tendríamos que saber si todos los miembros de nuestra organización pueden laborar en dichas condiciones.
Sucede lo mismo con la alfabetización digital. No todas las personas pueden manejar múltiples plataformas, automatizar tareas o documentar procesos con soltura. Se requieren habilidades específicas que no se adquieren automáticamente por usar herramientas comunes como WhatsApp o Zoom. Si se omite este punto, el modelo corre el riesgo de dejar fuera a quienes más podrían beneficiarse de su flexibilidad. Frente a ello, en Latinoamérica, organizaciones como la Red de Innovación Local en Argentina han impulsado programas de formación en herramientas colaborativas pensadas para gobiernos y cooperativas con bajo acceso tecnológico. Además, investigadores como Mark Graham, desde el Oxford Internet Institute, han propuesto la creación de “infraestructuras de apoyo” en países en desarrollo, que no sólo provean conectividad, sino también mediadores técnicos y materiales de capacitación adaptados a contextos locales. Este tipo de iniciativas bien pueden servir como referencia para fomentar la inclusión durante el rediseño organizacional.
Por otro lado, en equipos globales hay varios aspectos por considerar. Ya habíamos mencionado los husos horarios. La dificultad evidente aparece cuando se necesita comunicación en vivo o inmediata. Para que funcione, la coordinación tiene que contemplar no sólo herramientas, sino también los ritmos de vida. Organizaciones como GitLab han enfrentado este reto estableciendo ventanas mínimas de traslape horario y reglas explícitas para no esperar respuestas inmediatas. En América Latina, la cooperativa argentina Cambá
ha optado por definir franjas horarias compartidas sólo para momentos clave, priorizando el trabajo documentado y la planificación semanal para evitar dependencias innecesarias.
Asimismo, aunque trabajar desde cualquier lugar suena liberador, el modelo plantea retos legales que no se pueden ignorar. Cuando no hay una sede fija ni un horario común, surgen preguntas clave: ¿en qué país opera la empresa?, ¿qué leyes la rigen?, ¿cómo se define la relación laboral? No son detalles menores: de ellos dependen los derechos de las personas, las obligaciones fiscales y la legitimidad del esquema. Algunas empresas recurren a figuras como el Employer of Record (EoR), un intermediario legal que contrata en nombre de la organización para cumplir con normativas locales. Sin embargo, en México, la reforma de subcontratación de 2021 —consolidada en 2024— prohibió delegar funciones esenciales, exigió registrar a los proveedores en el padrón REPSE y estableció sanciones claras. Por lo anterior, la legislación vigente no reconoce al EoR como figura diferenciada, lo que obliga a revisar con cuidado cada contrato. Cabe señalar que, de los casos mencionados, ninguno se ha constituido formalmente en el país y, de hecho, construir una empresa distribuida que opere conforme a la ley mexicana sigue siendo un desafío pendiente para gestores y legisladores.

Extender el modelo distribuido suena bien, pero no es tan simple de aplicar fuera del sector digital. No todas las organizaciones cuentan con las condiciones técnicas, normativas y culturales necesarias para operar sin horarios compartidos. La autonomía y la trazabilidad no se decretan: requieren herramientas eficaces, reglas sólidas y dinámicas de trabajo capaces de sostenerse cuando desaparece el reloj común.
Sin un tiempo compartido ni un espacio común, también se diluyen cosas menos visibles: los vínculos, el sentido de pertenencia, incluso la orientación del trabajo diario. Se gana en flexibilidad, sí, pero a menudo se pierden las referencias compartidas. Esa pérdida pesa más en contextos donde colaborar siempre ha implicado convivir y leerse en tiempo real. Por eso, más que una decisión técnica, adoptar esquemas completamente asincrónicos implica abrir una pregunta de fondo: ¿es posible construir cultura organizacional sin coincidir en el tiempo?

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