Artículo por: Rodrigo Pérez González
Desde el surgimiento del internet, hemos percibido al universo digital como un espacio intangible y lo hemos promovido como una manera de evitar el gasto excesivo de recursos naturales, principalmente los componentes del papel. Sin embargo, en los últimos años ha surgido una preocupación importante: ¿en realidad el uso de tecnología digital es la panacea ecológica?
Lo que a menudo pasamos por alto es que lo digital reposa sobre una infraestructura física. El acceso de cualquier usuario a internet depende de dispositivos cuya fabricación y operación requieren múltiples recursos, pero más allá de estos equipos individuales, la conectividad se sostiene en una plataforma técnica que demanda energía, materiales y redes de distribución constantes.
Según estimaciones ampliamente citadas, como las recogidas por The Independent y el Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley, hace aproximadamente una década los centros de datos consumían en torno a 416 teravatios-hora (TWh) anuales, una cifra superior al consumo eléctrico del Reino Unido en ese periodo, situado cerca de 300 TWh. En la actualidad, la Agencia Internacional de la Energía (IEA) calcula que el ecosistema digital global —que incluye centros de datos, redes y dispositivos— representa entre 2% y 4% del consumo eléctrico mundial, con una tendencia de crecimiento sostenido impulsada por la computación en la nube, la digitalización masiva y, más recientemente, la inteligencia artificial. Este aumento constante confirma que los servicios digitales no sustituyen el gasto físico, sino que lo integran en nuevas formas de consumo energético y de recursos, generando impactos ambientales que se manifiestan en al menos tres frentes: la infraestructura tecnológica que los sostiene, los insumos empleados en su operación y fabricación, y los hábitos de uso cotidiano.

Aunque los especialistas han señalado estas inquietudes durante años, la discusión del gasto energético cobró visibilidad pública en marzo de 2025, impulsada por una tendencia en redes sociales. Durante cerca de tres semanas se viralizaron imágenes generadas por IA que imitaban la estética del estudio japonés Ghibli, célebre por películas como Mi vecino Totoro o El viaje de Chihiro. En el ámbito artístico, el fenómeno desató un debate sobre derechos de autor, pero más allá del plagio, introdujo otra cuestión: ¿qué impacto ecológico tiene producir millones de imágenes digitales al día?
Aún no existen cifras definitivas sobre este tema, pero varios medios lo han destacado como un síntoma del problema ambiental que genera la inteligencia artificial. De acuerdo con un estudio de la Universidad Carnegie Mellon, la creación de 1,000 imágenes con el modelo Stable Diffusion XL produce aproximadamente 1,594 gramos de CO₂. Esta cantidad es similar a la que genera un automóvil de gasolina al recorrer unos 6.6 kilómetros, lo que equivale a unos 0.16 gramos de CO₂ por cada imagen que se crea.
Por su parte, un estudio conjunto de la Universidad de California, Riverside y el Instituto Allen para la Inteligencia Artificial calculó que, durante un entrenamiento de GPT-3 de aproximadamente 34 días, el enfriamiento de los servidores pudo evaporar cerca de 700,000 litros de agua. A esta cifra se suma una estimación técnica de la National Defense University, que, al considerar también el uso hídrico indirecto asociado a la generación eléctrica necesaria para la operación, eleva el total a alrededor de 2.8 millones de litros. En paralelo, un análisis de la Universidad de Heidelberg determinó que generar una sola imagen con IA puede requerir entre 0.01 y 0.04 kilovatios-hora, dependiendo del modelo, la resolución y su arquitectura.

Estas cifras, multiplicadas por millones de contenidos y ciclos de entrenamiento, convierten el caso Ghibli‑IA en un ejemplo ilustrativo del costo ambiental acumulado de la generación masiva de imágenes. Aunque el impacto total aún está en evaluación, se trata de un debate todavía abierto que definirá el rumbo de estas tecnologías en los próximos años. Para dimensionarlo, conviene observar los diferentes tipos de recursos involucrados.
En este contexto, el consumo eléctrico asociado al ecosistema digital se ha convertido en un factor estratégico dentro del debate climático. En Estados Unidos, los centros de datos ya representan entre el 4 % y el 4.4 % del consumo nacional de electricidad, y proyecciones del Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley anticipan que esta cifra podría escalar hasta un 6.7– 12 % para 2028, impulsada en gran medida por el auge de la inteligencia artificial y sus crecientes demandas de cómputo. A nivel global, la huella de carbono del sector —que integra centros de datos, redes y dispositivos— se estima entre el 2 % y el 4 % de las emisiones totales, con una tendencia de crecimiento sostenido a lo largo de la década. Aunque algunos escenarios sugieren que este porcentaje podría duplicarse en el mediano plazo, lo cierto es que, de mantenerse el ritmo actual, la presión sobre las redes eléctricas y la dificultad para integrar energía limpia podrían comprometer seriamente las metas de descarbonización que muchos países se han fijado para esta década.
Al pensar en los costos ambientales del ecosistema digital, no basta con atender el consumo operativo de los sistemas; también es necesario considerar su desgaste acumulativo. Una de sus expresiones más visibles es la basura electrónica, que crece a la par de la expansión tecnológica. Según el informe Global E-Waste Monitor 2024, elaborado por la ONU y UNITAR, en 2022 se generaron más de 62 millones de toneladas de residuos electrónicos en el mundo. De esa cantidad, menos del 25 % fue reciclada de manera adecuada.

La mayoría de estos desechos proviene de equipos descartados de forma prematura, ya sea por obsolescencia programada o por la presión del mercado para renovar dispositivos en ciclos cada vez más cortos. Esta dinámica amplifica los impactos ambientales a lo largo de toda la cadena de producción: cada teléfono abandonado, cada laptop sustituida, arrastra consigo la energía invertida, los materiales extraídos y el agua utilizada en su fabricación.
En el corazón físico de esta red tecnológica se encuentran los minerales estratégicos. El litio, el cobalto, el neodimio y otros elementos raros son fundamentales para fabricar baterías, dispositivos móviles, discos duros y motores eléctricos. Sin ellos, la expansión de las tecnologías conectadas no sería posible. Sin embargo, su obtención tiene un alto costo. La extracción de estos minerales implica mover grandes volúmenes de roca, alterar ecosistemas y consumir cantidades significativas de agua. De acuerdo con Rainforest Rescue, obtener solo una tonelada de litio puede requerir hasta dos millones de litros, especialmente en entornos de alta evaporación como los salares de América del Sur.
Tal presión se acumula en regiones que ya enfrentan escasez hídrica o degradación ambiental, intensificando tensiones sociales y ecológicas. A ello se suma la exposición de comunidades locales a procesos extractivos que, en muchos casos, operan sin regulaciones estrictas o bajo contratos desiguales. La base material de lo digital, por tanto, no nace en los laboratorios de innovación, sino en zonas donde la sostenibilidad sigue sin estar garantizada.
Pese a todo, algunas organizaciones ya han comenzado a responder al desafío. Más allá del diagnóstico, existen iniciativas que buscan transformar esta infraestructura desde dentro, con soluciones operativas que podrían marcar una diferencia si se consolidan como norma. Varias empresas tecnológicas han rediseñado sus operaciones. Google, por ejemplo, emplea algoritmos que cruzan datos climáticos para optimizar el consumo energético en sus centros; Meta implementa proyectos de ventilación natural y ahorro hídrico; Microsoft ha experimentado con centros sumergibles alimentados por energías limpias. Este esfuerzo se desarrolló bajo la iniciativa “Project Natick”, un piloto en el que se instalaron módulos sellados frente a las Islas Orkney, en Escocia, que operaron de forma autónoma durante dos años, con energía eólica y mareomotriz, utilizando el agua del mar para enfriamiento. El experimento demostró una fiabilidad ocho veces superior a la de centros terrestres. Aunque Microsoft confirmó en 2024 que el proyecto ya no está activo, mantiene su compromiso de ser carbono negativo para 2030 y ha trasladado sus aprendizajes a nuevas centrales terrestres.

Otras firmas, como HP, han desarrollado sistemas de mapeo térmico en 3D y arquitecturas modulares para consolidar cargas de trabajo y reducir consumo. Incluso actores emergentes, como Hugging Face —empresa de código abierto en IA— promueven principios de ética algorítmica y transparencia energética como parte de su modelo organizacional.
Más allá de estas medidas, diseñar con responsabilidad implica trazar rutas sostenibles desde el origen técnico de los sistemas. Una estrategia clave es la modularidad, que permite reemplazar componentes sin desechar equipos completos. Junto a ella, el diseño frugal — que prioriza soluciones funcionales con el menor número posible de componentes y recursos—, el apagado automático de procesos latentes y el escalamiento inteligente buscan optimizar el uso de recursos desde el inicio, con transparencia en emisiones y sin depender exclusivamente del reciclaje.
Pero más allá de la innovación técnica, hay una capa menos visible que resulta igual de decisiva: la cultura digital crítica. Campañas de alfabetización ecológica en línea, programas educativos sobre consumo consciente y herramientas para visualizar el impacto de nuestras acciones digitales pueden facilitar una sostenibilidad tecnológica construida de forma colectiva. En este contexto, es importante tener siempre en cuenta que el consumidor aislado no puede asumir la tarea por cuenta propia: los esfuerzos individuales sólo adquieren sentido cuando se articulan con diseños organizacionales que los potencien y les den escala. De lo contrario, la responsabilidad se dispersa sin efecto tangible. Lo fundamental es construir prácticas compartidas que conecten decisiones personales con estrategias estructurales.

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